Fotografía Agencia EFE
Por Augusto Chacón
La duración fue un criterio de calidad que gozó de gran prestigio entre la gente, entre los promotores de cualquier tipo de mercadería y aun como valor social; era deseable que los zapatos, un traje o el automóvil duraran mucho, pero también los matrimonios, las amistades o la confianza. No sería poco interesante dedicar una investigación académica para dar con la fecha aproximada en la que la duración, de los objetos y la relaciones, pasó a ser un dato contingente; ¿cuándo fue la última vez que escuchamos a alguien alardear sobre su reloj con cinco años de uso? En cambio, cualquiera conoce a uno, o dos, que hacen lo necesario para que se note que usan el de moda que hace juego con sus calcetines y con el cinturón, lo que de paso implica que cuando alguno de estos “accesorios” cumpla su breve tiempo en boga, los demás también caducarán.
Por estos días celebramos que El Informador ya dura cien años. Un siglo. Y es paradójico: un diario es de lo más efímero que existe, tanto su medio, el papel, como su contenido, el recuento de los sucesos cotidianos y las opiniones que estos provocan, tienen una vigencia breve, pero a nadie le pesa que así sea: no hay quejas porque el editorial de ayer pierda vigencia en sólo unos días, tampoco habrá alguien que interponga una demanda porque las calandrias de Guadalajara ocuparan tanto espacio en el periódico. Es un sobreentendido entre los lectores, los periodistas y el dueño, del diario que sea, que lo que intercambian es fugaz, aunque sólo en cierto sentido: la nota de ayer, extinta su vida útil pasado mañana, se vuelve parte de lo que la sociedad va siendo; entonces, la duración secular que por estos días festejamos no es la de un periódico, sino la pervivencia de una manera de ir siendo comunidad y de la forma de contarla; y lo constatamos a lo largo de 36 mil ejemplares: cada uno espejo y asimismo molde de su día, y todo el siglo del Informador, retrato de cuerpo entero de la historia de Jalisco, de Guadalajara, y de su platónico devenir: del mundo de lo sensible, del que este diario ha dado cuenta, la I y la II guerras mundiales, la Revolución, la Cristiada y hasta los terremotos de hace dos semas, al mundo del ser, mundo inteligible en sus distintas advocaciones, las que también este periódico expone cotidianamente. No tantas sociedades pueden dar, de primera mano, con un hilo narrativo de sí mismas tan extenso, y no sólo por la duración de la marca, sino por la constancia de la familia Álvarez del Castillo: El Informador no pierde su impronta, mediador destacado de cada una de las épocas que ha relatado, es uno y, sin embargo, constantemente va siendo otro. Es a un tiempo la hebra y el tejedor.
Mentar la imbricación entre Guadalajara, El Informador y la sociedad (las sociedades a lo largo de su existencia) seguramente no es original, y no importa, porque esto es precisamente lo que conmemoramos; además, de esta imbricación está hecho el combustible que enciende al actual Director-Editor de El Informador, Carlos Álvarez del Castillo Gregory, que no se contenta con hacer un buen diario en papel y por apurar su transición a la Internet; El Informador, corporizado en Carlos, y viceversa, ha sido parte de otras cosas buenas que han sucedido en la ciudad, no como meras secuelas del periódico, sino por practicar la noción de hacer y rehacer a la comunidad no sólo por la vía de narrarla; me corresponde mencionar una que él promovió y hacia la que motivó a otros y a otras para sumarse: Jalisco Cómo Vamos; instancia que pertenece a la colectividad representada por un Consejo plural, y que no es ajena a ninguno de los otros medios de comunicación que Jalisco prohíja.
Felicidades para El Informador, para las centenas de personas que hoy lo hacen. Felicidades para Guadalajara, que todavía es propicia para que iniciativas provechosas presuman su duración.
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