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La redensificación, es decir, el aprovechamiento para vivienda de los espacios de la ciudad interior, de sus zonas centrales, aquellos subutilizados o en los que se intercambia vivienda unifamiliar por multifamiliares, en general presenta los mismos problemas que el desarrollo extensivo: servicios públicos limitados, agua, drenaje, transporte, vialidades, estacionamientos, escuelas, centros comerciales, seguridad, recolección de desechos, falta de planeación, etc., con una salvedad: cuando la metrópoli crece de sus bordes hacia afuera muchos no se dan cuenta, aunque de pronto puedan notar, azarosamente, que, por ejemplo, el valle de Tesistán dejó de ser el ubérrimo proveedor de maíz para convertirse en un bosque de tinacos de plástico, cosa que les asombra pero que no perciben como un impacto directo para su vida cotidiana.
En el caso de la voluntad gubernamental por redensificar, los habitantes tradicionales de una colonia, de un barrio, padecen las decisiones que se toman desde un plano bidimensional y bien pueden imaginar el cambio que sufrirá su rutina, es decir la calidad de vida a la que están habituados. De este modo inicia el duelo entre las autoridades casadas con sus proyectos (azuzadas por los desarrolladores inmobiliarios que de manera natural quieren hacer negocio) y los vecinos, que buscan que se resuelvan sus problemas añejos y reniegan de los nuevos que se les vienen encima, de que alguien externo incida en su modo de vida.
De acuerdo a los datos que arrojó la última encuesta, 2013, de Jalisco Cómo Vamos, 30% de los tapatíos opinó que los servicios urbanos empeoraron, de algo a mucho, 45% dijeron que seguían igual, 4% que mejoraron mucho y 28% que estaban algo mejor. Podríamos afirmar que aunque predomina lo malo, sobre todo si consideramos que aquí igual significa en proceso de deterioro, hay un equilibrio, uno que depende mayormente de que no se aumente la carga para esos servicios en los vecindarios ya habitados, cualquier presión extra para, digamos, la dotación de agua (de la que 12% opinó que empeoró, 46% que seguía igual, 34% que mejoró algo y 8% que mejoró mucho) significa mermar la calidad, escasa, que ahora reciben los vecinos. Además, sin la redensificación hay carencias que los gobiernos deben atender; por ejemplo, según el mismo estudio 34% de los habitantes del área metropolitana de Guadalajara dijo que no tiene alguna unidad deportiva cerca, 27% carece de un parque contiguo y 70% no cuenta con una biblioteca próxima.
Redensificar implica también forzar más al medio ambiente. La calidad del aire en Guadalajara no es buena, y en su Centro es peor. Así, lo que sigue es conocer, porque la idea de incrementar la densidad poblacional es un buen argumento para repensar la ciudad, los estándares de los que se echará mano: cuántos metros cuadrados de áreas verdes por habitante, los tiempos ideales de traslado que proponen, cuáles máximos aceptables para la calidad del aire, el flujo en las vialidades, la imbricación deseada y posible de los modos de transporte, consumo de energía, control riguroso de los usos mixtos del suelo y de los giros que indirectamente promocionan el uso del vehículo particular, los giros que contaminan visual y auditivamente y que rompen con el tejido social.
Pero al final, estos temas, apenas una muestra de lo que está puesto ante el abismo por el desarrollo de Guadalajara, deben ser atendidos ante el intento por redensificar, pero también sin él. Lo que es imprescindible es la búsqueda de consensos y la transparencia de los cálculos y los impactos, ¿cómo lucirá la Perla de Occidente del futuro, la que nos proponen redensificada, y qué rol jugaremos nosotros y nuestra calidad de vida en ella? De otro modo, como siempre, delinearemos una ciudad cuya forma, cuyos servicios, cuya sociedad no correspondan con los anhelos, la identidad y el derecho al bienestar de sus habitantes.
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