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El domingo 5 de abril iniciaron las campañas de los partidos políticos y sus candidatos para buscar que los y las electoras les den su voto. Durante dos meses y hasta el día de la elección, el 7 de junio, nos enteraremos de lo que ellos quieran que nos enteremos, por cuanto medio tengan a su alcance: electrónicos, impresos, espectaculares, paredes pintadas, volantes, pocos espacios públicos quedarán libres de la propaganda electoral.
Como destinatarios de esa publicidad –dizque- vale más tener una postura. Imaginemos que las campañas son una ola ineluctable: nos pasará por encima aunque pretendamos hacernos a un lado, es decir: o nos ponemos la ropa adecuada o terminaremos empapados. Pero, ¿cuál sería la vestimenta idónea? Quizá la mínima necesaria para someternos a la inundación de las elecciones, casi desnudos… lo que, por supuesto, es una metáfora: quitarnos el pesado traje de los prejuicios que nos impide movernos a gusto, y echar mano de las habilidades natatorias que alguna vez tuvimos (¿recuerdan la elección de 1988, la de 2000 o 2006?), untarnos repelente contra falsedades de las que queman hasta las pieles ciudadanas más curtidas, y si encontramos uno contra tiburones, mejor, y hacer conciencia de que nomás se siente frío al principio.
Claro, esto seguramente provoca algunas exclamaciones de enojo: el país y su clase política no están para que los ciudadanos y las ciudadanas olviden sexenios de desencanto y alternancias que a escala individual no parecen haber producido nada, y al nivel político sólo una mimetización burda: todos los partidos se parecen entre sí y producen más o menos lo mismo: crisis económica, burocracia, corrupción y una distancia grande entre gobernantes y gobernados, por lo que salir con que “el gozo por la jornada cívica”, “el derecho a votar” y etc., a muchos les parecerá inocente, cuando menos, y a otros, sospechoso: si alguien no nos convoca a la abstención, está a favor del gobierno, ¿qué no vemos que para lo único que han servido nuestros sufragios es para validar un sistema político-económico que nomás beneficia más a los poderosos?
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Sí, hasta donde hoy alcanza la vista, así están las cosas. Justo el viernes anterior el Senado de la República dio a conocer un dato que evidencia ese divorcio entre los efectos de la democracia electoral y la vida cotidiana de las personas: a 55% de la población no le alcanza para comprar la canasta básica de alimentos, mientras que por los mismos días el responsable de la Comisión Nacional del Agua, David Korenfeld, fue señalado por usar un helicóptero oficial para que él y su familia pudieran ir al aeropuerto sin pasar por las molestias que sí están obligados a pasar los millones que sólo reciben atención puntual cada tres años, y sólo por razones electorales.
Pero veámoslo con frialdad: el respeto al voto y cierta idea de equidad en las elecciones son una creación prácticamente nueva, de 1996 a la fecha, 19 años; todavía causa broncas decir que el voto se respeta: un tercio de los electores de 2006 y otro tanto de los de 2012 (en elección presidencial) está convencido de que hubo fraude. Así que si tratamos de ser justos, lo pertinente por decir, luego de décadas de lucha por el sufragio efectivo, es que hoy se puede hablar de fraude sin ir a dar a la cárcel, o iniciar un litigio, aunque sea desesperanzado.
Falta un buen trecho para llegar a una certeza más amplia y sólida sobre los resultados y para que lo que sucede en las urnas tenga consecuencias próximas en nuestras vidas; por eso aún no debemos calificar de estéril, de inocua la vía electoral. Y más: no podemos abandonar el campo así como así, es con lo que cuentan los que quieren mantener el estado crítico actual, en el que medran mejor, sin que los desinteresados en la política, la gran mayoría, los estorben.
Entonces, la pregunta no es si las elecciones sirven de algo, sino si estamos dispuestos a participar después de votar: siendo críticos y exigentes, recreando constantemente esta sociedad urgida de acciones comunes, no de individualismos heroicos, como los que anuncia cada candidato en campaña, que terminan por no hacer germinar nada.
Por lo que tenemos dos caminos: sufrir la mercadotecnia de los partidos y justificar nuestra abstención, o atorarle a la ola y demostrar que la vida política es de nuestra entera competencia, y el país también. Una participación que rebase 55%, así sea con votos voluntariamente anulados, será un mensaje contundente, si no lo asumen, lo dicho: más allá de las elecciones también hay una ciudadanía, casi intacta, por ejercer.
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